Carmen, de George Bizet,
libertad, potencia de vida
La Marcha del Toreador de Carmen (1875), la ópera de Bizet (1838-1875) que estrenó Juventus Lyrica el viernes 14 en el Teatro Avenida, con dirección musical de Hernán Sánchez Arteaga y puesta de Ana D´Anna y María Jaunarena, es una de esas piezas musicales llamadas a ser, como en otros tantos casos de la lírica, una flor que puede quitarse de un ramo frondoso y funcionar de manera aislada, con clara autonomía. Eso la ha vuelto una de las óperas que integran el top ten de todos los tiempos. Apenas oímos los primeros acordes ya la reconocemos. Ocurre también con coros y arias: el coro de los esclavos de Nabucco o el aria Casta diva, de Norma, por poner solo dos ejemplos. Y si bien es cierto que el gusto por ese ritmo pegadizo puede llevarnos a oír Toreador una y mil veces, no es menos cierto que también es un hilo enhebrado que va conectando distintos momentos de la ópera (se lo escucha varias veces). Eso, y la presencia de un bailaor que tiene aparición frecuente y que anticipa climas y hechos con la pura expresión del cuerpo, facilita que se perciba el conjunto objetivo y constructivo del “todo musical”, como quería Teodoro Adorno, el filósofo y músico marxista para quien la música, intraducible al lenguaje verbal y articulado, no puede ser más que una experiencia “desnuda” de sensibilidad que puja por soltar las cadenas de la mercantilización consumista y emanciparse con rasgos de autonomía del capitalismo cultural que todo lo vuelve dócil y asimilable.

Y algo de eso hay en Carmen, que cuenta con varios rasgos que la posicionan en el lugar de una ópera que esquiva la pesada consideración de una obra confirmatoria de tradiciones dominantes. Contrariamente, casi todo en ella (en la obra y en el personaje) conspiró contra lo esperable. Y si hoy se nos vuelve intolerable presenciar el crimen en escena de una mujer libre y autónoma sin la catarsis que mueve al comentario, es porque guarda, como en la novedad nunca callada que actualiza todo clásico, infinidad de sentidos para seguir pensándola, tarea que Ana D´Anna y todo el equipo que comanda desde hace casi 25 años, asumen ante cada desafío lírico que emprenden, aportando notas de particular encanto que pueden advertirse en un interés claro por la presencia siempre efectiva de notas de innovación escénica y un gran talento para que el cuerpo del que emana la voz sea también un cuerpo actoral, fresco, compositivo…, capaz de producir sentido y no limitarse a un mero ejercicio recitativo. Juventus es una fiesta, y la alegría y el entusiasmo de este enorme grupo de enamorados de la música lírica se contagia todo el tiempo a los espectadores, que disfrutamos sin pausa de un espectáculo que siempre regala notas de sorpresa.
Hablé de comentario sobre el femicidio de esta ópera, y agrego que, en medio de la función, mi compañera de butaca, una mujer de casi 80 con quien hicimos buenas migas apenas nos sentamos y conocimos, tal vez por estar montados en la ansiedad y la alegría que abre todo espectáculo lírico, acercó sus labios a mis oídos, y sentenció esa máxima que ya es vox populi, felizmente: “Cuando una mujer dice no, es no”. Creo que en mi nombre les hablaba a todos los hombres. Tiene razón, Carmen dice “no” varias veces al pedido de clemencia, que luego troca en insistencia y tenacidad inquebrantable de Don José (Marcelo Gómez), un enorme Don José en la rampante voz de un ogro, suavizada en la cadencia por el amor de una gitana: sí, efectivamente, vemos en escena las modulaciones y matices de una voz que traduce con eficacia los vaivenes de las galerías de un alma contrariada entre esta “diabla” y la Micaela de su madre y de su tierra.
Pero Carmen ya no lo ama; es libre y se afirma en ese carácter de su pueblo sin fronteras. Obrera de cigarrería, leída por la tradición en la órbita del Don Juan, en el mito de la mujer fatal y “meridional”, asociada a la mirada de un España ancestral más extranjera que propia, aunque Prosper Mérimée, el novelista sobre el que Ludovic Halévy y Henri Meilhac escribieron el libreto, nunca haya visitado España.
Se sabe que Carmen en realidad es una obra más cercana a la Francia de la década de 1870 que a la España que oscila entre república y reacción, y que termina con la restauración borbónica de 1874. Es esa Francia que ya cuenta con grandes personajes femeninos que rozan la heterodoxia, la “herejía”, el adulterio: Emma Bovary, de Flaubert; la señora y la señorita Dufour en Une partie de campagne, de Maupassant.
Esa mirada francesa construye una constelación de majismo, gitanismo y tauromaquia: la pasión y el instinto del toro; es que Carmen morirá en su afirmación tosuda de la negación a Don José, una navarro que actualiza la oposición entre el Atlántico y el Mediterráneo, que tensiona su deseo entre una Micaela magistralmente conformada por Rocío Giordano —que grita y contorsiona en un cuerpo desesperado el clamor de su tierra, y que reclama a Don José su arraigo como hijo en la carta de su madre que le alcanza— y Carmen, la nómade, la contrabandista, la asesina, la esquiva del amor y como el amor (“L’amour est un oiseau rebelle, que nul ne peut apprivoiser, et c’est bien en vain qu’on l’appelle, s’il lui convient de refuser… L’amour est enfant de bohèmè”). Como Carmen, el amor es imprevisible y sin lógica. Se comporta como un fugitivo que escapa del territorio y del Estado, un punto de no retorno.
El cabo Don José, por el contrario, integra una fuerza de seguridad. D´Anna corporiza el control estatal no solo en los uniformes de la guardia, sino también con el desnivel en el que se encuentran con respecto al pueblo llano: están sobre tarimas o escaleras, más arriba, van muñidos de armas y conforman cercos con los que encierran a sus víctimas, la primera, Micaela. También D´Anna ha construido con solvencia el contrapunto entre ambas heroínas, cómo zigzaguean o forcejean frente al acoso de la fuerza policial: Micaela esquiva, no opone resistencia, más bien elude, a diferencia de Carmen (una muy sensual Rocío Arbizu), que enfrenta, pechea, opone resistencia, se mueve como un hábil cervatillo entre miradas y cuerpos que quieren poseerla, y cuando lo logran, sabe pergeñar ardides de bruja con encantos y seducción de Celestina, la astuta alcahueta de la gran tradición literaria española.
Este asunto pone en consideración el carácter singular, maldito, estigmatizado de la cultura gitana, que, sin embargo, recibió consideraciones alentadoras como afirmación de nomadismo y potencia de vivir, así, por lo menos, celebró el filósofo alemán Friederich Nietzsche esta obra de Bizet, de cuya representación salió montado en una estela de gozo porque retomaba el proyecto inconcluso de la obra wagneriana, el maestro con el que se había desilusionado y al que había visto por última vez de paso por Italia, después de romper todo lazo de consideración por su olvido de los valores del Canon de Bayreuth para convertirse en un “hombre que reza por las noches oraciones católicas con su mujer”. Recordemos que el proyecto de Nietzsche había encontrado en Wagner el espíritu trágico griego: lo dionisíaco y lo apolíneo, y ve en Carmen, en este sentido, una confirmación elevada de la vida y la libertad, y una continuidad de aquel proyecto. Son los años de su fuerte antigermanismo y de un acercamiento a la cultura italiana y a la francesa, es decir, al Sur, en esa síntesis con la Europa del Norte, que también replica Bizet con la España de Carmen (Navarra y Andalucía) y que retoma el proyecto de la tragedia. Otros elementos dionisíacos de Carmen son la tauromaquia, esa práctica ancestral hispánica, que expresa profundos sentidos anclados en el carácter indomable de las pulsiones humanas, y el rechazo a un arte de formas armoniosas y redentoras, y a la máquina estatal a través de la práctica del contrabando, por el cual marchan a la costa violando fronteras y aduanas, en un contexto de fuerte reafirmación de las naciones. La vitalidad y el arrojo de Carmen, que Don José intenta atajar continuamente a través de las promesas de un amor tradicional, la llevan a encontrarse con el sino trágico: el destino de muerte que lee en la tirada de cartas, junto a las muy vivaces Frasquita (Sabrina Pedreira) y Mercedes (Daniela Prado), destino en el que se afirma y reconfirma con destellos de inflexibilidad de la que se ufana (“Non! Je sais bien que c’est l’heure, je sais bien que tu me tueras; mais que je vive ou que je meure, non, non, non, je ne te céderai pas!”), toma forma escénica el dueto del ruego de José y la negativa de Carmen, que en la puesta de Juventus adquiere el ritmo de una corrida tenaz, vibrante, funesta.
Con razón ha dicho Nietzsche sobre este asunto que la obra de Bizet es breve en su felicidad, casi repentina, sin perdón, un rasgo que encuentra en la “raza” calé, en la “serenidad africana”, meridional, “morena, quemada”. Se trata no solo de un personaje que halla origen en ese continente que los europeos colonizaron y esclavizaron, sino de una obrera, una mujer de la clase trabajadora que desafía el poder estatal, las leyes del comercio, los amores carceleros, fumando a la salida del trabajo públicamente, en tiempos en que las mujeres, salvo las prostitutas, lo hacían en el ámbito privado y a hurtadillas.
La entrada de Escamilla a la plaza, en el acto final, es una verdadera fiesta. Un muy pintoresco barítono, Juan Salvador Trupia, anticipa la verdadera corrida: Carmen será la víctima, Don José clava el cuchillo al grito de “damnée”, endemoniada, lo mismo que si hubiera dicho: bruja, gitana, negra, puta.
Diego Di Vincenzo