Por Tomás Manzo
Sombras sobre vidrio esmerilado

Aún no es nuestra mujer sin cabeza. Esbelta y con un cabello rubio apagado, es la Verónica llena de cotidianidades.
Estos primeros minutos condesan la sangre de Vero en estado apacible, pero las entrañas de Lucrecia no cederán a la pulcritud: ella choca a un perro y la cámara se encarga de entrever el difuso cuerpo. Ese perro puede ser algo más. Y es algo más, aunque no lo sea.
En el momento en que la mujer sin cabeza cede al magnetismo fantasmal, Vero quedara atrapada en incertidumbres que trasforman su percepción del mundo. Martel ubica el relato en Salta, con el universo y la fauna reconocible. Verónica se sumergirá en este espacio de caótico silencio.
¿Qué viene a decirnos ahora?¿Por qué hablar de esta película muchos años después de su estreno? Porque al día de hoy dicha obra es el encuentro más endemoniado que ofreció el arte hacia público del siglo XXI.

Ver La mujer… equivale a mirar un vidrio en donde las figuras se trastornan hasta adquirir rasgos inquietantes. Son sombras, luces y desdoblamientos; fantasmas de la banalidad que parten la mirada.
La multiplicidad de sonidos se superpone con elementos de la imagen de igual cuantificación. El efecto dado es el equívoco en la pantalla, con una profundidad sonora/visual que conduce al espectador hacia el enrarecimiento.
Martel trabaja desde la burguesía salteña enraizada en la naturaleza del plano. La clase opera como determinación insomne de un carnaval de las almas.
Los espectros de esta mujer invaden las normas modernas del género: el fuera de campo, lo siniestro y lo ominoso. Este terror no emplea el shock, sino la pautada sensación de que un plan monstruoso se va tramando en el fondo. Las múltiples lecturas que habilita film no son otra que la síntesis del no lugar.
La mujer sin cabeza es la última reflexión del mundo; el legado más próximo que tendremos de algún espíritu humano. Después de ella no hay texto, no hay lenguaje ni imagen. Nos perdemos en los vidrios, nos perdemos en la profundidad oscura del último peinado de Verónica.
¿Acaso el cine es esa mujer traslucida y atiborrada de voces inaudibles?