Reseña: Tibio, de Mariano Saba

¿Tibio o las astucias?


Fui a ver Tibio. Poderosa reunión de nombres para un domingo a la tarde en los albores de una primavera que coletea entre los árboles añejos de Villa Crespo, barrio en el que se encuentra la sala Moscú, alejada del ajetreo de las salas del Centro. 



Los nombres son tres: Miguel de Unamuno, Horacio Roca y Mariano Saba (en orden: el entrañable escritor español, el actor que actúa solito durante una hora y media, y el reconocido y prolífico dramaturgo que la escribió, doctor en Letras e investigador del Conicet, además).

Comencemos por Unamuno, entrañable, como dije, por varias razones para nosotros, argentinos, porque sus textos hasta hace poco circulaban con frecuencia en las escuelas secundarias (Abel Sánchez, Niebla, San Manuel Bueno, mártir) y su célebre Del sentimiento trágico de la vida, título que le grita a la mano que agarre el libro.

Rimbombante pero exacto, ese libro de 1913 revela en la palabra (poética) y en la filosofía la tensión que signa el drama de España, el vaivén entre restauración y república, que tiene uno de sus capítulos más amargos y concluyentes en la Guerra Civil (1936-1939). Tensión que encarnó Unamuno y vaivén con el que rodó también su conciencia histórica, en la originalidad creadora con la que comienza Tibio, la obra de Saba: la sentencia Creer es crear, que la excepcional filósofa andaluza María Zembrano encontró en la actitud creadora-poética con que asumió esa situación: “La fe no es creer en lo que no vimos, sino crear lo que no vemos”, saltar el encierro en el que la existencia se ahoga por la muerte, en el tiempo de una vida. Esta certeza Unamuno la recoge en la enorme tradición literaria española (a diferencia de Alemania o Francia, España es un país sin filósofos, por lo menos, hasta Ortega), de la cual emerge una nueva manera de pensar filosóficamente: la razón poética. Yendo a buscar en fuentes que se apartan del racionalismo platónico o alemán, Unamuno, como Zambrano, su discípula, escogen el conocimiento intuitivo de la poesía, sin pretender asir o apresar el sentido, abriéndose al “impacto brutal” del misterio. Entero.

La conciencia histórica de Unamuno se despierta un 21 de febrero de 1874 (tiene apenas 10 años), día en que explota sobre unos techos vecinos una bomba carlista, un episodio en la larga serie de sucesos que enfrentó a monárquicos y liberales, y que sumió a la Península en el tópico noventayochista del que participó Don Miguel, pero también Antonio Machado, el de las dos Españas: “la de charango y pandereta/cerrado y sacristía” y “(la) España que muere y (la) otra España que bosteza”, de las que el poeta andaluz espera “guarde Dios” a los españolitos recién nacidos porque “una de las dos Españas ha de helar(le) el corazón”. Este mismo asunto aparece en una de sus novelas más transitadas en nuestro país, Abel Sánchez, de 1917. Las dos Españas también tuvieron un capítulo económico: el del surgimiento de un industrialismo que empujó el desarrollo de un movimiento obrero de raíz anarquista y socialista, pero también el de una España rural y agrícola, organizada sobre relaciones muy desiguales entre latifundistas y campesinos, y que todavía en 1960 da motivo a una de las grandes novelas que aquí también vimos en cine con gran éxito: Los santos inocentes, de Miguel Delibes rodada por Mario Camus en 1984. 

Tibio retoma el terrible versículo del libro del Apocalipsis: “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío, o caliente! Mas porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca” (Apoc. III, 15-16). En sus Diarios, Unamuno coloca a este registro el título de Fusión. Aquellos cuya costra es tan espesa que aparece fría, tienen comprimido dentro el natural calor del alma, y algún día buscando su natural salida se eleva y resquebraja la costra y la calienta y aun caldea. Pero aquellos en que el calor va muy poco a poco extendiéndose y mantiene la costra tibia, sin liquidarla, así viven años y años, sin que les caldee más que la muerte. Queda establecida, entonces, la existencia de este estado intermedio que Aristóteles caracteriza en la Metafísica cuando dos opuestos pertenecen al mismo género. Pero también nos alerta acerca de que la verdad y la falsedad pertenecen a géneros distintos: no hay un estado intermedio entre ambos, algo es falso o verdadero.

La perspectiva de Saba recoge el derrotero de un espíritu cuya temporalidad lo expone a una experiencia vital que bordea y pendula las opciones de su tiempo. En 1924 es expulsado de la Rectoría en Salamanca por la Dictadura de Primo de Rivera, se exilia en Paris hasta 1925 y recala en Hendaya, en la frontera del País Vasco Francés hasta su regreso a España en 1930, una vez caída la Dictadura. Se trata, aclaremos, de un destierro voluntario, porque antes de abandonar Fuerteventura en las Canarias había llegado a la isla el indulto del gobierno. 

A su regreso, concretamente, durante la Segunda República, como diputado de las Cortes Constituyentes en 1931, Unamuno traza un perfil de creciente autonomía, lo que le vale críticas que, incluso, le reprochan posturas antirrepublicanas, por ejemplo, en el asunto del castellano como idioma nacional. Esta independencia de criterio recibe también desaprobación desde diferentes sectores. Si bien se le reconoce su repudio al golpismo, también se le critica que es insuficiente. La política cultural del franquismo, condensada en el «Viva la muerte y mueran los intelectuales» de Millán-Astray, propagandista del régimen, y que tuvo un capítulo célebre en octubre de 1936 cuando protagonizaron un enfrentamiento en la Universidad de Salamanca y que concluyó con el cese de Unamuno como rector vitalicio por esa frase que se ha vuelto icónica: “Venceréis, pero no convenceréis”. 

 

Unamuno en un bachillerato porteño

Un profesor de Literatura española en un colegio nacional enseña a Unamuno, la literatura del autor español, cita a Calderón, recibe comentarios sobre el pueblo de Fuenteovejuna, la obra de Lope. Discute con sus alumnos, propone ensayos, les exige que no masquen chicle. Es correcto y apasionado, refrena sus excesos emotivos, entabla discusiones de pareceres con Sánchez (el mismo apellido que el Abel de la novela), tal vez su alumno más comprometido con la clase, con la materia y con su vida. Es quien lo cuestiona desde los bordes de lo real en un contexto que exige intervención sobre la realidad. 

La pregunta que abre la obra y que encarna el profesor es cómo se interviene a través del arte. Y el profesor parece decirnos que cualquier obra, aun cuando en apariencia no hable tan directamente de lo real, comunica algo, cuya referencia hace eco en la realidad de quien lee. En ese sentido, la autonomía del arte, se insinúa, es siempre relativa. Y esta parece ser la lectura que puede hacerse de Unamuno en relación con su tiempo.

Efectivamente, el conflicto de los años veinte o treinta que se desenrolla sobre Unamuno rebota o se actualiza por un principio de construcción narrativa, digamos, isomórfica: las disputas o los debates, internos y externos, que vive el profesor son una re-actualización del conflicto que evoca o enseña en sus clases sobre Unamuno. Sobre ese esquema de dramaturgia, Saba despliega algunos sucesos particularmente relevantes de don Miguel que abraza este profesor hijo de inmigrantes españoles, concretamente, de un padre al que evoca cantando la Internacional. 

Estamos en 1979, todavía la Dictadura argentina tiene un rostro feroz. Sánchez lo desafía a un duelo en el que le exige lecturas más coyunturales; el profesor se niega, da sus argumentos. Sánchez deja de asistir, se queda libre, ¿desaparece? El profesor es convocado a redactar las palabras alusivas del acto del 12 de Octubre, nunca las dirá, es censurado. Aun con la independencia de criterio y los abordajes extraviados de un joven que lo reta a “jugársela”, el profesor no puede leer su discurso. Pero también el profesor es quien desafía al alumno a empuñar la pluma. Le propone trabajar con Niebla (1914), la hermosa novela de Augusto Pérez, el personaje que se independiza de su autor y le confiesa que va a suicidarse por una frustración amorosa, a lo que el personaje (ficcional) Unamuno le contesta que no, como si fuera su marioneta, una criatura de ficción; pero Augusto también lo hace señalándole que Unamuno también lo es: de Dios. Estas oscilaciones, que desdoblan la aparente rigidez identitaria, también desarreglan vínculos fijos: profesor-alumno, padre-hijo, pasado-presente, Unamuno-profesor.

Clima y tiempo, considero, son los dos grandes rasgos que caracterizan el trabajo de Roca, actor de amplísima trayectoria e interpretación artesanal. La cadencia de su decir este largo texto en el contexto de una clase y bajo el artificio de la exposición didáctica, el manejo de los objetos que suenan con deleitable sonido (hojear los muchos libros, el ruido de la tiza en el pizarrón, los papeles de exámenes o listas que crujen) se alinean con la incomodidad siempre latente del hacerse comprender que exige toda clase, particularmente, tratándose de adolescentes. En este sentido, la obra de Saba es una invitación de particular relevancia para profesores, un reencuentro con la pasión pedagógica que puede despertar un autor, pero también con esos alumnos que se extrañan tanto desde que la escuela argentina corrió su foco del aprendizaje y lo puso en… ¡vaya a saber en qué! 

Ese conjunto de condicionantes Roca los aprovecha para ofrecer modulaciones materiales que oscilan entre la tristeza y el enojo, la euforia y la calma, el exceso y la mesura, un eco del Unamuno que presenta Saba y una respuesta posible ante el terror que circula por el aula y el país como ominosa coyuntura. 

 

Diego Di Vincenzo

 

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