Por Diego Di Vicenzo
Un espacio de expiación, con tres niveles de altura —el del medio es la escalera, que también se utiliza. Desde arriba se ve en perspectiva, es decir, desde otro ángulo, y los textos que allí se dicen son de otro orden, casi de corifeo: se reflexiona sobre lo que pasa, se orienta con formulaciones teóricas, se invita a la reflexión.

A ese espacio llegan una serie de personajes estereotipados en algunos de sus vínculos afectivos primarios. Y esos vínculos están contenidos, pero también traducidos, en algún objeto.
Para la actuación, el objeto es siempre un talismán de apoyo para la construcción del personaje. Y en este caso particular, en el cual todos los personajes actúan con mayor o menor eficacia el cuerpo del grotesco, los objetos son, a un tiempo, un elemento de composición actoral, pero además una reminiscencia de la escena originaria, es decir, del deseo primario. Esta referencia a lo psi no es azarosa; en realidad, toda la obra es un manifiesto psicoanalítico, a veces demasiado explícito. O mejor: una lectura psicoanalítica en clave teatral porteña de seis sujetos atados a un conflicto “objetado” del cual esperan desprenderse. Para ello contarán con la ayuda de un Virgilio-psi-gurú, que va haciendo desplazar a estos atormentados por la madre, la muerte, la ex…, por un itinerario algo dantesco, muy bien logrado con el manejo del espacio y de la luz, y en particular, por un ritmo corporal que recibe la música como un complemento natural. El mayor mérito de El funeral de los objetos es que se trata de un musical chiquito y arrinconado, pero con suma delicadeza y detalle por la voz y los movimientos.
Muy parejo de energía, el grupo se mueve al unísono y no hay disonancias, por el contrario, se advierte un mancomunado y amoroso trabajo en equipo.